La vida de los otros, el poder del arte para cambiar conciencias

La vida de los otros

La policía secreta sabe cómo ponerles freno a los intelectuales que cuestionan al régimen. El castigo efectivo es el encierro total, sin contacto con otras personas. No son necesarios los malos tratos, ni nada que les dé motivos para escribir después. A los diez meses los dejan libres y, de repente, ya no vuelven a decir nada que moleste al gobierno. 

Después de la Segunda Guerra Mundial, Alemania quedó dividida en dos. El lado occidental se llamó República Federal (RFA), donde Estados Unidos, Reino Unido y Francia promovieron la democracia parlamentaria. La zona oriental se llamó República Democrática (RDA), dominada por un régimen comunista que le hacía poco honor a su nombre y que le obedecía a la Unión Soviética. Aquellos extremos estaban separados por el Muro de Berlín. Eran los tiempos de la Guerra Fría y en las ciudades cada vecino podía ser un sospechoso, una amenaza o un espía. Eso lo muestra la película alemana La vida de los otros (Das Leben der Anderen), que se estrenó en 2006 y cuyo director fue Florian Henckel von Donnersmarck. La cinta ilustra el autoritarismo que gobernaba en la RDA y mereció el Óscar a la mejor película de habla no inglesa en 2007. 

La historia que se ve allí empieza en 1984. La Stasi es el aparato de espionaje del régimen. Ahí trabaja el capitán Gerd Wiesler, un hombre que controla sus emociones y vive solo en un apartamento con escasos muebles y sin cuadros en las paredes. El televisor es su única compañía. Él está completamente entregado a la causa comunista y cumple con rigor su trabajo como detective e instructor de futuros agentes. Por eso se encarga de espiar al escritor Georg Dreyman y a su novia, la reconocida actriz Christa-Maria Sieland, que son una posible amenaza para el poder. Wiesler y sus hombres instalan micrófonos por todo el apartamento donde viven los artistas y adecúan una sala de escuchas en un piso más arriba del mismo edificio. Buscan pruebas que demuestren traición al gobierno. 

La intuición del oficial no falla. Dreyman y sus compañeros intelectuales discrepan del régimen. Uno de ellos es Albert Jerska, un director de teatro que alguna vez firmó un escrito incómodo para los hombres del poder y por eso le impidieron presentar sus obras. Cuando Dreyman cumple 40 años, Jerska le regala la partitura de una canción que compuso titulada Sonata para un hombre bueno. Días después, el deshonrado artista se suicida. El escritor desahoga su tristeza tocando en el piano las notas que su amigo le dejó. Wiesler escucha la música y se le derrama una lágrima. 

Dreyman y sus amigos descubren que la opresión del régimen hace que la gente se quite la vida, pero no hay registros oficiales desde 1977. Ellos contactan a un reportero de la revista Der Spiegel para publicar en Alemania Occidental un artículo sobre los suicidios en la RDA. Tras el escándalo, la Stasi se da a la tarea de buscar al autor. Wiesler sabe que fue Dreyman, pero hace todo lo posible por encubrirlo, pues esta misión cambia su forma de ver el mundo. La cercanía a la música, la literatura y al amor de la pareja le hacen notar al capitán que su vida está vacía y que el comunismo no es precisamente lo que la llena. En 1989 cae el Muro de Berlín. Poco después, Dreyman se entera de que su apartamento está lleno de micrófonos. Busca su expediente para conocer los registros sobre su vida privada y nota que el espía que firmaba como HGW XX/7 mintió en sus informes para protegerlo. Se trata del mismo Wiesler, que pierde toda autoridad, sale de la Stasi y ahora trabaja como cartero. Tras varios años sin escribir, Dreyman publica una nueva novela que titula Sonata para un hombre bueno, en honor a su amigo Jerska y dedicada al agente HGW XX/7.

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