El proceso, un tormentoso y eterno lío judicial


Joseph K. vivía en un Estado que supuestamente obedecía la Constitución. Trabajaba como representante de un banco, un puesto al que había ascendido en poco tiempo, y dormía en la habitación de una residencia. El día que cumplió 30 años, se despertó y encontró al pie de su cama a un hombre desconocido. Pensó que se trataba de una broma de sus amigos, pero no era así.

Aquel extraño iba acompañado de otro sujeto. Ellos eran agentes y lo condujeron hasta donde el inspector, que lo esperaba en otro cuarto de la misma casa. En ese momento, Joseph se enteró de que estaba involucrado en un lío judicial. Ninguno de los funcionarios dio detalles de la acusación. El libro El proceso, publicado en 1925 tras la muerte de su autor, Franz Kafka, cuenta las angustias por las que pasó aquel empleado del banco después de esa inesperada visita.

Días más tarde, él asistió a la primera audiencia y el juez lo presentó públicamente como “un pintor de brocha gorda”. Joseph lo corrigió, criticó la falta de rigor de los servidores judiciales y se burló de su arresto. Quiso restarle atención al caso, pero inevitablemente lo mantenía tan pensativo, distraído y preocupado, que era incapaz de cumplir con su trabajo. No quería que nadie se enterara de lo que le ocurría para evitar manchar su reputación y la de toda la familia, que siempre lo había visto con admiración. 

Joseph podía resolver su proceso mediante una absolución real, una aparente o una prórroga indefinida. La primera opción consistía en destruir todo el expediente y hacer que el caso desapareciera para siempre, pero nadie tenía la suficiente influencia ante la institución judicial para lograr que esto sucediera. Él sabía que se enfrentaba a una potente organización corrupta que mantenía reservado todo su expediente para obstaculizar la defensa. Sin embargo, no quería ceder a las presiones para sobornar a nadie. 

La absolución aparente requería perseverancia. Para alcanzarla, debía escribir un texto corto, de una página, en el que defendiera su inocencia y buscar contactos para que lo recibiera un funcionario que lo hiciera firmar por varios jueces. Después, tenía que llevar el escrito donde el encargado de su caso para que dictara la absolución. Sin embargo, esa decisión no sería concluyente. El procedimiento seguía, subía a tribunales supremos, descendía a despachos de menor categoría, pasaba a magistrados que lo modificarían o lo retrasarían y tomaría rumbos inesperados. El proceso podía volver a empezar en cualquier momento. 

La prórroga ilimitada consistía en extender indefinidamente las primeras etapas del caso. Para lograrla, era necesario establecer vínculos cercanos con los servidores de la justicia. Esta alternativa no era tan desgastante como la absolución aparente, pero sí exigía constante vigilancia de lo que pasaba en los tribunales. 

Jueces y sindicados se relacionaban mejor afuera de los despachos. Por eso había que hacerse amigo de magistrados, visitarlos frecuentemente y asistir a eventos sociales. La defensa solo era efectiva cuando se estrechaban lazos con altos funcionarios judiciales, los únicos que tenían suficiente poder para definir el destino de un proceso. Si todo esto se hacía con cautela y esmero, era viable para Joseph contener el caso en sus primeras fases. Esta opción lo resguardaría de un porvenir incierto, evitaría la posibilidad de un arresto sorpresivo y lo liberaría de lidiar con la burocracia.

Tanto la prórroga ilimitada como la absolución aparente lo protegían de una condena, pero entorpecían el indulto real. La causa permanecía activa. Joseph sorteó su proceso durante un año, hasta que terminó “¡como un perro!”.

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